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Violencia política
Columna
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Colombia gira en una batidora de incertidumbre

Un trino del presidente, un tiro de un sicario o la declaración de un ministro cambian radicalmente el panorama de Colombia. Macondo no duerme y el 2026 se ve bastante lejano

homenaje a miguel uribe

La política en Colombia vive metida en una batidora. Cada día el panorama es diferente al anterior. Nadie puede predecir con certeza qué va a pasar unas horas después de que cree que todo está claro, porque un trino del presidente, un tiro de un sicario o la declaración de un ministro lo cambian todo. Vivimos en Macondo bajo la peste de la violencia y, ahora, los gitanos hablan de herejías jurídicas, un nuevo concepto que suena como a hechicería constitucional para reescribir las reglas de la democracia y superar el estado de locura.

La historia en Colombia se escribe con sangre y se reescribe con plomo. La violencia se recicla una y otra vez desde hace 200 años, en guerras internas con actores diferentes, que dominan territorios, controlan negocios ilícitos, imponen liderazgos políticos, y controlan la voluntad de las comunidades a sangre y fuego. Más de 700.000 muertos ha dejado la violencia, desde cuando un sicario mató el 9 de abril de 1948, a la hora del almuerzo, al caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, a quien los colombianos más viejos aún recuerdan, y para la mayoría de los más jóvenes solo es una caricatura en un viejo billete de 1.000 pesos.

Desde entonces, la palabra magnicidio se ha ido repitiendo como el sello de una nación que no encuentra el camino de la reconciliación, ni el antídoto para detener el desangre, y parece condenada, como dijo García Márquez, a cien años de soledad, de llanto, de demencia colectiva. La lista de mártires es larga, pero basta recordar a los más llorados, después de Gaitán.

Luis Carlos Galán, el líder de la disidencia liberal que enfrentó a las mafias de ese partido, aliadas con el cartel de Medellín, es decir, con Pablo Escobar, asesinado en Soacha, el 18 de agosto de 1989. Carlos Pizarro Leongómez, el jefe del M-19, sacrificado el 26 de abril de 1990, por el paramilitarismo en un avión después de firmar la paz con el Gobierno de Virgilio Barco. Bernardo Jaramillo, el candidato presidencia de la Unión Patriótica, acribillado por un sicario el 22 de marzo de 1990, en el puente aéreo de Bogotá. Jaime Pardo Leal, candidato presidencial de la UP, asesinado el 11 de octubre de 1987, en una vía del municipio de La Mesa, Cundinamarca. Álvaro Gómez Hurtado, ejecutado por las FARC cuando salía de dictar clases en la Universidad Sergio Arboleda, en Bogotá, el 2 de noviembre de 1995.

La lista podría ser interminable si se sumaran los nombres de miles de dirigentes políticos, periodistas, magistrados, jueces, profesores, líderes sociales, estudiantes universitarios, campesinos, indígenas, afros. Basta decir que en el período del Gobierno de Uribe se contaron 6.402 falsos positivos, jóvenes asesinados por el Estado por militares corruptos que aplicaron la política de contar cuerpos para ganar ascensos u obtener permisos un fin de semana.

Un asistente al funeral del líder indígena Jesús Antonio Montano en Silvia, Colombia, el pasado junio.

El magnicidio está, otra vez, marcando el destino de Colombia. El pasado 7 de junio, un niño de 14 años atentó contra el candidato presidencial Miguel Uribe Turbay, de 39 años. Miguel resiste a la muerte en la Fundación Santa Fe de Bogotá, rodeado de la solidaridad de un país que reza y llora en su nombre. Con él, la historia se repite. El disparo de ese niño sicario recordó a los otros niños sicarios que han usado las mafias para sembrar dolor en Colombia con perversos fines políticos. A los matones sin cédula que, por ejemplo, acabaron, el 30 de abril de 1984, con la vida de Rodrigo Lara, el valiente exministro de Justicia del Gobierno Betancur.

El atentado a Miguel Uribe Turbay, el hijo de la sacrificada periodista Diana Turbay, también asesinada por órdenes de Pablo Escobar, el 25 de enero de 1991, ha significado un punto de quiebre en la política colombiana. Hasta ese día se creía posible, sin parecer un marciano, hablar de elecciones seguras en Colombia, de que se cumpliera el calendario electoral y el 7 de agosto de 2026 llegara un presidente elegido democráticamente en un país sin mayores sobresaltos. Hasta ese día parecía posible creer que los más de 60 candidatos presidenciales podrían recorrer la extensa geografía buscando seducir adeptos. Pero la violencia cambió los planes. Hoy nuevamente al país lo habita el dolor y el miedo. Y una tremenda incertidumbre.

El presidente Petro ha liderado las investigaciones por ese atentado y ha pedido colaboración a la CIA y al FBI, a pesar de las diferencias políticas con Trump. Con el paso de los días, el país trata de responder la pregunta: ¿qué objetivo buscaban quienes planearon el ataque a Miguel Uribe? Se habla de una conspiración mafiosa, de extrema derecha, para desestabilizar a Colombia e impedir que la izquierda regrese al poder, repitiendo la fórmula aplicada a Ecuador hace poco. Las autoridades trabajan con intensidad para responder esa pregunta. Es urgente, esta vez como siempre, vencer la impunidad.

Lo evidente es que Colombia ya no es la misma. El aire se respira pesado. Miguel Uribe ha logrado, desde su lecho en una UCI, convertirse en mártir sin estar muerto, en héroe por dar la batalla por la vida, y en icono de dolor de un país hastiado de la violencia, que pide a gritos desescalar el lenguaje de odio, estigmatización y revanchismo que se ha tomado la política en los últimos años. Un lenguaje que se ha apoderado de las redes sociales y los grandes medios, donde los protagonistas del país político se destripan, muestran la debilidad del sistema y la porosidad de la democracia, con titulares que buscan likes.

“Claro, me han pedido que baje el tono y me comprometo en bajarlo. Pero bajar el tono no significa no decir verdades, no significa silenciarse, no significa arrodillarse”, respondió, al respecto, desde Cali el presidente Petro.

Mientras la derecha siente que el viento sopla nuevamente a su favor y tiene toda la atención para izar sus banderas de seguridad, justicia y orden, el presidente Petro ha entendido el momento político como una oportunidad para redoblar su apuesta por el triunfo de su agenda política de profundas reformas que sacudan el statu quo. Por ello, la expedición del decreto que convoca una consulta popular para garantizar los derechos laborales, llegó desde Cali acompañada de la revelación de una herejía jurídica, como la llamó el designado ministro de Justicia, Eduardo Montealegre: la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente de origen popular, mediante las firmas de ocho millones de colombianos.

Por ello, cuando se creía que la consulta popular era un fin, el país entendió que es un medio del Gobierno nacional para organizar las bases populares y conducir el país hacia una nueva aventura constituyente. En Colombia, cambiar la Constitución es la obsesión de todo mandatario. “Yo creo que después de 30 años de experiencia, ya nos ha demostrado que hay instituciones en la Constitución del 91 que se están convirtiendo en un obstáculo para el cambio social y que necesitan un rediseño profundo”, agregó Montealegre.

La batidora no se detiene. El Congreso de la República sesiona tratando de sacar una reforma laboral que permita la revocatoria del decreto que convoca la consulta popular; los partidos políticos de oposición se unen para expedir comunicados exigiendo al Gobierno que respete la Constitución y abandone su estrategia de colisión contra el Congreso y las Cortes; la Iglesia sirve de mediadora para apaciguar las almas poseídas por el odio; el presidente, por enésima vez, denuncia un posible atentado en su contra y un golpe de Estado; y, mientras tanto, las masas reunidas en los cabildos populares gritan “reelección, reelección, reelección”. Macondo no duerme. Los sicarios están de cacería. El 2026 se ve bastante lejano.

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