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Bonitos, feos, útiles o polémicos: la lucha por el espacio público se libra en los bancos

Estos asientos son mucho más que elementos sobre los que descansar: estructuran la experiencia del espacio público, marcan ritmos, generan encuentros y son testigos del día a día de la calle

Mobiliario urbano

El banco urbano dice mucho de cómo una ciudad concibe su espacio público. No es solo un asiento: es una invitación a quedarse y a formar parte del paisaje sin más pretensión que estar; una forma de hospitalidad urbana y una herramienta democrática que permite disfrutar de la calle más allá del consumo.

A lo largo del siglo XX, el banco urbano ha acompañado las transformaciones del espacio público: desde los parques decimonónicos hasta los ensanches racionalistas, del mobiliario estandarizado del desarrollismo a las propuestas contemporáneas que exploran nuevas formas y materiales. Ha cambiado su aspecto, su ergonomía, incluso su lugar en el imaginario colectivo, pero no su propósito esencial: ofrecer una forma de habitar la ciudad.

Los bancos de granito de la Gran Vía de Madrid “parecen pensados para perdurar”.

No todos los bancos son iguales, ni deberían serlo. No es lo mismo un banco en una gran avenida, pensado para una pausa breve, que uno en un parque, concebido para el descanso prolongado, la lectura o la contemplación. “Hay que tener claro para qué es un banco, dónde se coloca y cuál es su misión; cada contexto exige una función distinta”, señala el arquitecto Pablo Olalquiaga, vicedecano del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid (COAM).

Frente al modelo de banco estandarizado y aislado, el arquitecto defiende ejemplos como el de la nueva Plaza de España de Madrid, donde las jardineras se transforman en asientos corridos y el mobiliario forma parte integral del diseño paisajístico. “Cuando los bancos no parecen añadidos, sino parte de un todo, el espacio urbano gana calidad y coherencia”, afirma.

En la nueva Plaza de España de Madrid las jardineras se transforman en asientos corridos y el mobiliario forma parte integral del diseño paisajístico.

En ese sentido, Olalquiaga considera que la coherencia no debería limitarse a la homogeneidad estética de los bancos, sino extenderse a todo el mobiliario: farolas, papeleras y demás elementos urbanos. La fragmentación visual, según el arquitecto, es más perjudicial que la disparidad de diseños. “Es más importante que haya coherencia entre todos los componentes que imponer un único modelo de banco en toda la ciudad”, sostiene. Esa exigencia, añade, cobra especial relevancia en áreas patrimoniales o espacios con alto valor simbólico, como el Paisaje de la Luz de Madrid, donde el conjunto debe responder a un mismo lenguaje estético y proyectar una identidad cuidada.

Sin embargo, la realidad istrativa y normativa impone limitaciones: los bancos deben cumplir exigencias de homologación, durabilidad, mantenimiento y seguridad, lo que reduce el abanico de posibilidades. Aun así, Olalquiaga cree que hay margen para avanzar: “El mobiliario, como mueble que es, debe evolucionar. Me gustan los bancos clásicos, como el llamado modelo Madrid, de listones de madera y pletina de acero negro, pero tienen que dar paso a otros”, afirma.

"Cuando los bancos no parecen añadidos, sino parte de un todo, el espacio urbano gana calidad y coherencia", señala el arquitecto Pablo Olalquiaga.

En el caso de la capital, apuesta por una ciudad que se atreva a explorar lenguajes contemporáneos, incluso en espacios históricos. “Es importante que Madrid tenga el espíritu de ser una ciudad moderna. Hay que atreverse con mobiliario contemporáneo. Mezclar lenguajes clásicos y actuales puede ser enriquecedor si se hace con criterio. La tendencia debe ser avanzar”.

Entre los modelos recientes destaca el controvertido banco Vilnius, que el Ayuntamiento de Madrid ha instalado en Chamberí a modo de prueba. Fabricado con hormigón reciclado, ilustra el dilema entre resistencia y belleza. “Tiene cualidades técnicas indiscutibles, pero su integración estética es discutible. Hay que cuidar mucho dónde se coloca”, advierte el vicedecano del COAM, quien, además, no le augura un largo futuro. En el otro extremo sitúa los bancos de granito de la Gran Vía o Sol, que “parecen pensados para perdurar”.

Bancos de Central Park, en Nueva York.

Para Olalquiaga, el banco ideal debe ser “cómodo, bello, durable y fácil de mantener”, pero también atento al contexto social. En barrios con población envejecida, por ejemplo, conviene reforzar su presencia y accesibilidad. “Una misión fundamental de la ciudad es garantizar que el espacio público sea lo más democrático posible. El banco es una forma de ocio sin consumo, y su presencia resulta clave en estos entornos. Por eso, es esencial cuidar tanto su conservación como su disponibilidad.”

La orientación, la sombra, la cercanía a zonas verdes o a puntos de interés visual son factores que determinan si un banco será utilizado o ignorado. “Hay bancos que, por su ubicación, están condenados a no usarse jamás”, afirma el arquitecto. También influye la relación con el entorno social. En zonas escolares, por ejemplo, es habitual que los bancos se usen como punto de encuentro antes y después de clases, mientras que en áreas de oficinas se vuelven un recurso esencial durante las pausas laborales. “El banco refleja el ritmo del barrio donde se encuentra: su presencia o ausencia nos habla de quién habita ese espacio y para qué lo utiliza”, concluye Olalquiaga.

Más allá de su utilidad, los bancos son espacios de observación, de espera y de pausa: una forma de ralentizar el tiempo en ciudades que tienden a acelerarlo todo. Algunas ciudades, como Nueva York, han sabido dotar a los asientos, también, de una dimensión simbólica. Las placas conmemorativas instaladas en los bancos de parques como Central Park invitan al ciudadano a inscribir el recuerdo de sus seres queridos en el paisaje urbano. En contraste con ciudades donde el mobiliario es impersonal y desechable, estos bancos integran lo emocional en la experiencia cotidiana del espacio público. Por eso, pensar en bancos no es una cuestión menor ni puramente decorativa. Es, en el fondo, una forma de plantear cómo vivir las ciudades.

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