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Tribuna
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Elogio del pinganillo constitucional

Uno creía, en su irremediable candidez, que en pleno siglo XXI la histórica pluralidad lingüística de este país habría sido finalmente asumida por todos como un patrimonio común

Detalle del manuscrito iluminado de 'Cantigas de Santamaría' (ca. 1280-1284).

Un servidor pensaba ingenuamente que a estas alturas no tendría que volver a escuchar por enésima vez la historia del indignado turista al que en una tienda en Barcelona le hablan en catalán y se marcha enfurecido tras exigir que se dirijan a él en castellano; uno también estaba convencido de que ya no quedaba nadie tan ignorante como para considerar al euskera como un rasgo folclórico de cuatro tipos con boina empeñados en hablar raro a la entrada de su caserío, o como para hacer del gallego objeto de chanzas a propósito de su supuesta identidad con el castellano tan solo marcada por un entrañable acento. Uno creía, en su irremediable candidez, que en pleno siglo XXI la histórica pluralidad lingüística de este país habría sido finalmente asumida por todos como un patrimonio común, siguiendo los pasos del proyecto integrador de Manuel Azaña cuando decía que “tan española es la cultura catalana como la nuestra”, o la clarividencia política de un historiador tan poco sospechoso como Claudio Sánchez Albornoz cuando declaraba que “sólo mediante la concesión de máximas libertades y mediante los máximos respetos a las hablas regionales podremos encontrarnos todos a gusto dentro del Estado que estamos edificando todos juntos”.

Desgraciadamente, en este asunto, como en tantos otros, estamos retrocediendo a pasos agigantados de la mano de irresponsables políticos que proclaman, por una parte, querer evitar la ruptura de España, mientras despliegan una demagogia que tensa las costuras que cosen la convivencia de nuestro país y que impiden que algunos se hagan trajes a medida con sus retales.

Hace ya casi medio siglo, los redactores de la Constitución de 1978 declararon el castellano como lengua oficial del Estado, pero reconocieron las “demás lenguas españolas” como oficiales en sus respectivas Comunidades Autónomas, estableciendo también que las “distintas modalidades lingüísticas de España” deben ser consideradas como patrimonio cultural “objeto de especial respeto y protección”. Estos añorados políticos de todo el espectro ideológico sabían muy bien lo que hacían. Lejos de obedecer a un capricho político, el mandato constitucional de respetar y proteger el euskera suponía reconocer el excepcional valor de una fascinante lengua de desconocidos orígenes que volcó el dinamismo de su milenaria tradición oral en numerosos libros publicados desde el siglo XVI en adelante.

Página del Códice Rico 'Cantigas de Santamaría' (ca. 1280-1284). El Códice Rico recoge 195 cantigas y es el primer manuscrito de los cuatro conservados en el que se combina texto, música e imagen, ilustrando detalladamente los milagros.

Tampoco era, desde luego, un empecinamiento identitario dar el rango que le correspondía a un idioma como el catalán con una tradición literaria que se remonta, al igual que el castellano, a la época medieval y que ha mantenido un uso social con el que no ha podido ninguna de las prohibiciones que ha sufrido a lo largo de la historia reciente.

Resaltar la importancia de la lengua gallega, en fin, no suponía hacer una graciosa concesión para que sus hablantes estuvieran contentos, sino reivindicar un idioma cuyos primeros testimonios se manifiestan en una excepcional poesía lírica que se declamaba, por ejemplo, en la corte del rey Alfonso X el Sabio, quien no sólo no se marchaba del estrado cuando los trovadores entonaban composiciones en esa lengua, si no que además, haciendo honor a un apelativo hoy en desuso entre algunos políticos, inspiró la composición en gallego de una obra tan capital en la historia de la literatura como las Cantigas de Santa María.

Los defensores del sentido común (esa no ideología que está en un trís de convertirse en la inspiración de los totalitarismos del siglo XXI) arguyen que es un dispendio de fondos públicos poner pinganillos con traducción simultánea para que puedan entenderse gentes que hablan el mismo idioma. Sin embargo, también es un dispendio, y nadie lo ha denunciado nunca, traducir a las lenguas del Estado los documentos oficiales o hacer lo propio con las versiones de las páginas electrónicas de sus organismos cuando cualquiera podría consultar esos textos en castellano. Ya puestos, todo sería más simple, barato y eficiente si no hubiera que educar a los niños en esas lenguas, si no hubiera que poner señales de tráfico duplicadas en pueblos y ciudades, o si, en fin, en los trenes o aviones no se usaran esas lenguas junto con el castellano en sus anuncios por megafonía. La lista de dispendios que este país lleva haciendo para reconocer a sus lenguas oficiales no cabría en el espacio de esta tribuna. Y, sin embargo, a estas alturas debería ser evidente para todos, sea cual sea su ideología política, que este esfuerzo ha merecido mucho la pena, pues ha servido para normalizar el carácter multilingüe de nuestro país.

Jamás en la historia se ha hablado una sola lengua en España y la experiencia muestra sobradamente que están condenados al fracaso los intentos de introducir una uniformidad idiomática en el país. Cualquier organismo internacional, cualquier persona con una mínima formación o incluso cualquiera con una pizca de sensibilidad saben que, lejos de constituir un engorro, esa variedad lingüística es una riqueza social, cultural e incluso económica cuya defensa debería comprometernos a todos. Ponerse el pinganillo no es, por lo tanto, hincar la rodilla ante las exigencias de los nacionalistas; es visibilizar que existen comunidades lingüísticas en España que por primera vez en la historia gozan de un reconocimiento legal y político, un logro colectivo que ha costado mucho y que algunos, tal vez por ignorancia, tal vez por cálculo político o tal vez por una estrecha visión de lo que debe ser España, están intentando deshacer.

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